La enseñanza y el bien común
¿Quién decide en cada caso lo que es el bien común, su contenido concreto para cada colectividad humana real? ¿Y cómo se garantiza que esas decisiones sean objetivas y no se plieguen a intereses sesgados en un sentido u otro, falseando el principio de la solidaridad y de la libertad?
En principio las anteriores preguntas no tienen respuesta y, por tanto, están mal formuladas. Habría que decir que nadie puede decidir sobre el bien común porque éste no puede formularse en términos positivos ni determinativos. Habría que preguntarse, más bien, ¿cómo se determina el bien común en cada comunidad vital? ¿quién y cómo responde por la vigencia y desarrollo del bien común dentro de cada comunidad vital?El porvenir de una ilusión, Obras Completas, Tomo XXI, pg. 6. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1979):
“La cultura humana —me refiero a todo aquello en lo cual la vida humana se ha elevado por encima de sus condiciones animales y se distingue de la vida animal (y omito diferenciar entre cultura y civilización)— muestra al observador, según es notorio, dos aspectos. Por un lado, abarca todo el saber y poder-hacer que los hombres han adquirido para gobernar las fuerzas de la naturaleza y arrancarle bienes que satisfagan sus necesidades; por el otro, comprende todas las normas necesarias para regular los vínculos recíprocos entre los hombres y, en particular, la distribución de los bienes asequibles. Esas dos orientaciones no son independientes entre sí; en primer lugar, porque los vínculos recíprocos entre los seres humanos son profundamente influidos por la medida de la satisfacción pulsional que los bienes existentes hacen posible; y en segundo lugar, porque el ser humano individual puede relacionarse con otro como un bien él mismo, si este explota su fuerza de trabajo o lo toma como objeto sexual; pero además, en tercer lugar, porque todo individuo es virtualmente un enemigo de la cultura, que, empero, está destinada a ser un interés humano universal. Es notable que, teniendo tan escasas posibilidades de existir aislados, los seres humanos sientan como gravosa opresión los sacrificios a que los insta la cultura a fin de permitir la convivencia. Por eso la cultura debe ser protegida contra los individuos, y sus normas, instituciones y mandamientos cumplen esa tarea; no sólo persiguen el fin de establecer cierta distribución de los bienes, sino el de conservarlos; y en verdad deben preservar de las mociones hostiles de los hombres todo cuanto sirve al dominio sobre la naturaleza y a la producción de bienes. Las creaciones de los hombres son frágiles, y la ciencia y la técnica pueden emplearse también en su aniquilamiento.”
En estas condiciones se comprende que, salvo en la comunidad básica, la familia, cuyos progenitores son «por derecho natural» los portadores y responsables absolutos de la seguridad y felicidad de la prole, ningún individuo es portador del bien común ni puede arrogarse por motivo alguno el privilegio o la misión de guardarlo, defenderlo o representarlo. Por distintos medios que se establecen en la interioridad de la dialéctica comunitaria, cada colectividad consagra una clase de individuos que, mediante el cultivo de una especial sensibilidad hacia el bien común, cumplen la delicada misión de comprender el sentido profundo de la historia concreta, enseñar a sus congéneres el bien y el mal y divulgar entre todos la utopía que debe mantener unida a la comunidad en cada encrucijada de su historia. La tradición y las sanas costumbres son una parte primordial de esta utopía pero, con todo, no son el constituyente más importante; las aspiraciones más profundas, aquellas que se forman como reacción idealista del sujeto frente al dolor, el fracaso y la frustración, constituyen el factor más dinámico y constructivo de las utopías que definen el bien común de cada colectividad. La clase sacerdotal, que es la encargada de sostener y agitar el principio del bien común en la praxis social, se constituye mediante una formación intensamente ligada al conocimiento de las tradiciones y la mirada crítica de la actualidad que le permite, justamente, reconocer el dolor, el fracaso y las frustraciones de la vida en común para formular ideales y metas que sirvan al progreso general y a la realización de los fines básicos de la comunidad, es decir, la seguridad y la felicidad de todos sus integrantes.
La Historia ha conocido toda suerte de castas sacerdotales, desde los primitivos chamanes o brujos, hasta la intelectualidad contemporánea. El heroísmo, fidelidad y eficacia de cada una de esas castas marcan, sin duda, los períodos de auge y decadencia de sus respectivas sociedades. Es claro que el relajamiento de las costumbres en una sociedad dada va acompañado de un adocenamiento de su casta sacerdotal, cuya decadencia se convierte en motor de la decadencia general y, a la postre, en una disolución de la moral. En la medida en que las sociedades se hacen más complejas la casta sacerdotal también se hace más compleja especializando distintas funciones vitales como el gobierno, que se le encarga a los políticos; la relación con los dioses, que se le encarga a los sacerdotes propiamente dichos; la exploración del absoluto, que se le encarga a los filósofos; la formación de la niñez, que se le encarga a los pedagogos; etc. Y suele ocurrir que la especialización de funciones lleve a la incoherencia y la disidencia de unos con otros respecto de cuál sea el bien común que deben promover, situación que conduce, por su parte, a la deserción general y crisis de la moralidad pública en la sociedad.
La escuela moderna es la forma especial que adoptó la función de la enseñanza bajo el triunfo de la sociedad capitalista a fines del siglo XVII y principios del XVIII. No por casualidad esa escuela creció bajo el aliento directo de las órdenes religiosas y las iglesias protestantes de la época, a pesar de la retirada general que acosaba al poder temporal del papado y de los obispos protestantes. Pero en la medida en que el capital triunfante ha prescindido de dios, porque ya no lo necesita para garantizar la seguridad ni la felicidad del género humano, a partir del fin del siglo XIX la escuela estatal se implantó como una nueva forma de enseñanza orientada, ya no a la salvación del alma, sino al fortalecimiento de los estados nacionales para competir en los mercados mundiales que ahora señalaban el rumbo de la sociedad. Y últimamente, bajo el imperio unidimensional y aplastante del mercado mundial, la escuela y toda forma de enseñanza está en franca crisis de justificación y viabilidad. El aplastante mercado mundial tiende a desvirtuar los vínculos del individuo con la ciudad, a desarraigar al individuo de toda pertenencia a una comunidad, abandonándolo a su suerte en medio de un mercado cada vez más deshumanizado, más feroz e implacable.
De todas maneras, en medio de la oscuridad reinante, el maestro de la actualidad debe preservar su carácter esencial. Su misión principal es sostener la utopía, es decir, estudiar y divulgar las tradiciones y las sanas costumbres, por un lado, y reclamar y reivindicar las aspiraciones de felicidad y seguridad para todos, por el otro. Es cierto que las escuelas de la actualidad deben dejar de mirarse a sí mismas como un aparato de transmisión de información (que siempre será impotente frente a los modernos aparatos de propaganda electrónica, por ejemplo) para convertirse en palpitantes comunidades vitales capaces de enseñar a todos los individuos la solidaridad, es decir, la capacidad de orientar su conducta particular en función del bien común, mediante la construcción cotidiana de la felicidad para todos y con el esfuerzo de todos. El maestro que pierda de vista, aunque sea por un solo instante, el ideal del bien común traiciona la causa de la enseñanza y debe dejar la escuela. Sólo el ideal del bien común puede justificar, desde un punto de vista moral, la insolente pretensión de educar a las nuevas generaciones. La determinación del bien común obedece a una dialéctica de doble entrada: por un lado, está la incesante lucha de la comunidad con su realidad exterior en pro de la supervivencia; y por el otro, la tensión constante que se suscita al interior de la comunidad por la repartición equitativa del resultado del trabajo colectivo y por el reconocimiento de cada individuo frente a la comunidad en su conjunto y frente a los demás congéneres. Por encima de la voluntad y la intención conciente de los dirigentes, el bien de la comunidad está tejido por la cambiante sucesión de conquistas y frustraciones que se producen dentro de la dialéctica comunitaria cuyo sentido suele ser ambivalente respecto de las expectativas expresas de los individuos en un momento dado. En general, la seguridad y la felicidad de todos los individuos del grupo constituyen el sueño inalcanzable que inspira la acción (el trabajo) del colectivo; pero el contenido concreto de esa seguridad y felicidad se determina en la praxis efectiva de la historia. El producto de esta construcción inconciente de la colectividad es lo que se llama «cultura» la cual, como ya lo ha señalado Freud, es lo que eleva al hombre por encima de su originaria condición animal. Para una mejor comprensión de esta tesis, transcribo a continuación su formulación original tomada de Sigmund Freud.