Ponencia de Ernesto García para la formulación del MARCO TEÓRICO DEL PROGRAMA DE CENTROS DE INTERÉS
Entre los clásicos del Olimpo Pedagógico, corresponde a Ovide Decroly la reivindicación más radical y definitiva del postulado básico del paidocentrismo: la escuela debe girar alrededor del interés de los estudiantes y no de programas abstractos a la experiencia, posibilidades y necesidades de los chicos. La creación de su famoso método de los Centros de Interés constituye, en este sentido, no sólo un brillante aporte a la revolución pedagógica del siglo XX, sino todo un paradigma en orden a la sistematización de una didáctica consecuente con los postulados vanguardistas de la pedagogía activa.
No obstante, la radicalidad de sus planteamientos no fue unánimemente acompañada por las distintas vertientes de la pedagogía activa que revolucionaron la escena escolar en los primeros decenios del siglo XX. Hay en el planteamiento de Decroly una cierta absolutización del interés infantil que en la teoría resulta insostenible; y que en la práctica desemboca frecuentemente en situaciones no sólo inviables sino directamente inconvenientes.
En última instancia, la absolutización del interés como principio articulador de la actividad del aula se fundamenta en dos errores teóricos que la investigación pedagógica del siglo XX ha esclarecido definitivamente: en primer lugar, ya hoy sabemos que el alma infantil no está dotada en absoluto de ningún interés innato; todo interés es un resultado muy complejo de la actividad psíquica del sujeto y, por lo tanto, antes que principio, el interés es resultado de la instrucción. Y, en segundo lugar, no podemos aceptar la ingenua premisa de que los intereses se derivan inmediatamente de las necesidades; no existe en el ser humano nada que pueda asemejarse a un conjunto de intereses naturales, innatos y universales como los que Decroly le atribuyó al niño para poder establecer su programa de centros de interés.
Teniendo en cuenta los riesgos teóricos y prácticos del concepto decroliano de interés, el GIM adoptó el principio herbartiano de que «la palabra interés designa, en general, el género de actividad espiritual que debe producir la instrucción; pues esta no debe contentarse con el simple saber.«Se opera aquí una revolución copernicana en el postulado de los centros de interés porque ya no se tratará de fundamentar la instrucción en el interés espontáneo pero impredecible y voluble de los niños, sino de llamar la atención de éstos hacia ciertos objetos y fenómenos interesantes del mundo que, a primera vista, no suelen estar presentes en el alma infantil. Desde esta perspectiva, el interés aparece como un atributo del objeto, el cual debe ser descubierto por el maestro de una forma tal que aquel pueda entrar a formar parte significativa de la experiencia vital de los estudiantes mediante la excitación y elevación de la actividad intelectual más allá de la fugacidad natural de sus múltiples deseos y curiosidades espontáneos.
El arte del maestro en los Centros de Interés será, pues, el de saber descubrir las aristas más interesantes de los objetos de enseñanza para que el niño ligue firmemente las fuerzas más vivaces de su alma a aquellos enigmas y desafíos intelectuales que lo conviertan en un activo protagonista del mundo en que vive. Es esta la misión que le encomienda el mismo Herbart cuando explica: «El interés tiene como punto de partida los objetos y las ocupaciones interesantes. De la riqueza de ambos nace el interés múltiple. Producir y presentar convenientemente esta riqueza es el objeto de la instrucción, la cual continúa y completa el trabajo preliminar procedente de la experiencia y el trato social.«
Una vez reordenado el régimen interno de los Centros de Interés, lo que sí queda en pie y la pedagogía libertaria ha reivindicado sin reserv
as es el principio básico de que el auténtico interés sólo puede derivarse de la acción directa del niño sobre los objetos (materiales, sociales y conceptuales) que naturalmente forman su campo de desenvolvimiento vital. Y en este sentido, el GIM ha incorporado en su programa de Centros de Interés la fuerte advertencia de Dewey sobre los alcances y condiciones de la experiencia que vale en los procesos educativos: «La creencia de que toda auténtica educación se efectúa mediante la experiencia no significa que todas las experiencias son verdadera o igualmente educativas. La experiencia y la educación no pueden ser directamente equiparadas una a otra. Pues algunas experiencias son antieducativas. Una experiencia es antieducativa cuando tiene por efecto detener o perturbar el desarrollo de ulteriores experiencias.«
En este sentido, Dewey define en palabras muy concretas cuál es el rol del docente en la educación activa, en general, y que nosotros adoptamos como régimen específico de nuestro programa de Centros de Interés: «La misión del maestro es preparar aquel género de experiencias que, no repeliendo al alumno, sino más bien incitando su actividad, sean sin embargo más que agradables inmediatamente y provoquen experiencias futuras deseables.« En fin, se deduce de ahí cuál es la misión esencial que nosotros hemos querido atribuirle a la actividad dentro de los Centros de Interés: «El problema central de una educación basada en la experiencia es seleccionar aquel género de experiencias presentes que vivan fructífera y creadoramente en las experiencias subsiguientes.« Se trata, pues, de proveer experiencias vívidas que al generar intereses potentes hacia el conocimiento constituyan una auténtica voluntad de saber.
HERBART, J. F., Bosquejo para un curso de pedagogía, 1835. Ed. castellana de L. Luzuriaga, Madrid. 1906. p. 51
HERBART, J.F., Pedagogía general, 1806. Edición castellana de L. Luzuriaga, 1906.
DEWEY, J., Experiencia y educación, 1938. Edición castellana de Editorial Losada, Buenos Aires. 1960. p.22