Idea del bien común
Una buena idea de lo que es el bien común puede derivarse del siguiente ejemplo: los ocupantes de un barco trasatlántico, sin excepción posible, forman una comunidad única durante la travesía porque la suerte individual de cada quien depende directamente de la suerte que corra el barco frente a los peligros del mar. Puede decirse que en este caso el barco no le pertenece a nadie sino que todos pertenecen al barco; el barco materializa el bien común frente al cual cada uno de los ocupantes tiene que rendir cualquier interés particular que pudiera entrar en conflicto. Si por casualidad el barco se viera en riesgo de zozobra, por ejemplo, el capitán está autorizado para prescindir de cualquier carga o lastre a fin de preservar la navegación común mientras que sus legítimos propietarios no tendrían derecho alguno a oponerse a tal sacrificio. Sin embargo, el capitán no puede prescindir de ninguno de los individuos humanos que comparten la travesía porque, en efecto, lo que debe prevalecer no es el barco mismo sino la comunidad humana que comparte la travesía. Independientemente de los intereses y destinos particulares de cada uno de los navegantes, la nave tiene un único destino cuyo responsable es el capitán; a él corresponden todas las decisiones concretas sobre los rumbos y maniobras necesarias para llegar a ese destino. Así mismo, puede el capitán cambiar el destino sin tomar consentimiento de los pasajeros cuando él considere que no es posible llegar con bien al puerto inicialmente programado.
Claro está que, en principio, ninguno de los pasajeros del barco ha subido allí por fuerza o coacción, sino por elección libre que se traduce en un contrato entre el capitán y el usuario. Este contrato empieza a regir una vez que se entra en la nave y termina cuando se desembarca en el destino final de la travesía; entre esos dos momentos, el individuo acepta que la voluntad del capitán encarna y expresa la seguridad del común y, por tanto, la acepta como ley suprema. Esta aceptación no significa en modo alguno renuncia ni sometimiento de la individualidad, sino integración en la comunidad bajo cuyo amparo podrá realizar con seguridad su destino particular. Normalmente, no se presentan conflictos en el desarrollo del contrato de manera que el individuo disfruta de un viaje placentero y enteramente libre; pero cuando algún individuo ataque el reglamento establecido para la convivencia durante la travesía, o cuando ocurran eventos extraordinarios que requieran decisiones especiales, las autoridades de la nave no tienen que tomar consensos ni hacer transacciones. Ellas deben hacer valer el bien común por encima de cualquier interés o reclamo particular que pueda oponérsele en un momento dado. No hay libertad individual ni condición alguna de la personalidad que exima a los pasajeros de la obligación de acatar el bien común.
Por cierto, antes de ingresar en la nave el individuo puede decidir que no acepta las condiciones del contrato y, por tanto, abstenerse de viajar. Sin embargo, en la vida nadie puede abstenerse del viaje en común. Desde el primer momento, el individuo obedece al llamado superior de sus progenitores que lo trajeron a la vida y los padres que lo sostienen hasta cuando alcance la autonomía biológica, psicológica y social necesaria para cuidarse por sí mismo. A lo largo de su desarrollo, el individuo podrá renegar de algunas comunidades y elegir otras, pero en ningún caso podrá subsistir por fuera de la comunidad. En su irrenunciable lucha por la autonomía, el individuo puede intervenir más o menos significativamente en la determinación de los rumbos o el destino común de aquellos colectivos en los que participa; de hecho, ninguna colectividad humana tiene un destino preestablecido puesto que el destino humano se construye y se define en cada paso del proceso real de la vida misma. La verdadera libertad que puede adornar a un individuo autónomo no es más que la de elegir el proyecto o la aventura concreta en la que va a participar; pero una vez elegida la empresa, el individuo libre subordina voluntariamente su interés particular ante el interés común, pero no se trata de una renuncia ni un sacrificio, sino de un auténtico y leal compromiso personal con el interés común. Los individuos más potentes participan armónica y positivamente de varias comunidades vitales de distinto alcance y proyección, como son la ciudad, la profesión, la familia, los círculos de amistad, etc.
En toda comunidad existen individuos recalcitrantes que no son capaces de solidarizarse con el interés común. En general, son ellos un lastre que retrasa el desarrollo comunitario y, por supuesto, el de cada uno de los individuos, incluyendo en primer lugar a los mismos recalcitrantes. Sin embargo, la comunidad tiende a soportarlos pasivamente mientras su individualismo no se convierta en ataque o sabotaje de la empresa común. Existen, además, otros individuos propiamente antisociales que no son capaces de reconocer otro interés que no sea el suyo propio. Estos son los verdaderos enemigos de la convivencia, aquellos que medran el esfuerzo común convirtiéndolo en ventaja y lucro particular y, siempre que sobreviene un conflicto de intereses no dudan en atacar el bien común. Su actividad anticomunitaria se desenvuelve de múltiples maneras, unas veces como ataque frontal a las normas y la autoridad constituida, otras por la vía pasiva de la indiferencia hacia los objetivos y emprendimientos colectivos, otras, en fin, como sabotaje selectivo y subterráneo para cuyos propósitos se aprovechan de la envidia y el rencor que los individualistas recalcitrantes siempre acumulan contra los símbolos y emblemas del interés común.