Como una contribución para el debate sobre el papel del maestro en las circunstancias actuales de la escuela (ventajas y desventajas del constructivismo) permítanme acudir a la vieja parábola del sembrador. En efecto, todos podemos aceptar que el trabajo del maestro es esencialmente similar al del campesino que siembra y cultiva, con arreglo a ciertas artes generalmente transmitidas por vía de tradición ancestral, cada planta de acuerdo con sus características particulares y respetando, desde luego, los ritmos propios de cada una. El problema comienza cuando queremos llevar esta parábola más allá de su expresión general y tratamos de identificar, entonces, cuál es la semilla que siembra el maestro, sobre qué suelo y con qué abonos y nutrientes las ha de cuidar. En mi opinión, las semillas que sembramos son las ciencias, las artes, las doctrinas, los pensamientos y demás «contenidos» que forman nuestros programas de enseñanza. Y el suelo en el que debemos sembrarlas es precisamente el alma de cada uno de los alumnos que la sociedad nos ha entregado para que en ellos florezcan y se reproduzcan los mejores logros de la cultura. Corresponde, entonces, al maestro no solo depositar las semillas en el suelo nutricio sino preparar y enriquecer este suelo para que las semillas tengan la mejor oportunidad de germinar y desarrollarse; antes de sembrar debe seleccionar con sumo cuidado las semillas que depositará y prepararlas para que lleguen en las mejores condiciones de germinación de acuerdo a la calidad de los suelos en que serán sembradas y otras condiciones concomitantes como el tiempo y la estación de la siembra, etc. Posteriormente, debe cuidar la nutrición y las condiciones de higiene que rodearán el crecimiento inicial de la planta, mientras ella llega a la madurez que le permite cuidarse por sí misma. Mientras tanto, el alma del alumno tiene la misión esencial de sostener y alimentar tanto la semilla como, sobre todo, la planta que de ella saldrá. No es poco ni desdeñable el rol que le corresponde al suelo nutricio para el éxito de las semillas y, por otra parte, este éxito se convierte en enriquecimiento exponencial del propio suelo siempre que haya suficiente variedad de semillas y las condiciones atmosféricas sean propicias. Ahora bien. Para llevar hasta sus últimas consecuencias este símil, puedo agregar que el buen maestro produce sus propias semillas y las mejora mediante técnicas muy refinadas y exigentes en sus propios germinadores; se trata, ni más ni menos, de cultivar en su propia alma todos los saberes y valores que pretende enseñar a sus alumnos de manera que las semillas que llevará a éstos estén garantizadas por la certificación del ejemplo propio. La técnica de producción de semillas mejoradas la he llamado «investigación en el aula», que es un método específico para que el maestro pueda sacar provecho intelectual y espiritual de su experiencia cotidiana del aula conjurando el riesgo inminente de rutinización que a todos nos afecta. Y los germinadores propios son los procesos de autoformación constante que todos los maestros debemos practicar por cuenta propia y en el seno de nuestros respectivos equipos docentes.
Desde luego, la parábola del sembrador no es original mía. Desde los antiguos griegos ya se había establecido. Pero la interpretación de los roles sí ha variado mucho, hasta el punto de que el constructivismo ha perdido la diferencia entre semilla y suelo porque considera que el alma del niño no sólo es el suelo sino que contiene las semillas que han de cultivarse. Ese inmanentismo relativamente ingenuo del que el constructivismo pedagógico nunca se ha librado, que supone que el niño nace bueno, curioso, activo, indagador y angelical, es, en mi opinión, el límite que la pedagogía contemporánea debe superar si ha de responder a las tremendas exigencias de la cultura anónima, volátil y vertiginosa en que hoy sobrevivimos los seres humanos. No hay duda, repito, de que el constructivismo desentrañó parte sustancial del funcionamiento general del alma infantil y, por tanto, es un aporte indispensable para el buen maestro de hoy en día. Pero su inmanentismo nos ha llevado a muchas confusiones que debemos esclarecer poniendo la mirada en otras posibilidades y perspectivas teóricas.
Con base en el postulado que puse a circular en LIEdu, puedo desarrollar un ensayo abarcador para exponer el punto de vista sistemático sobre la misión, roles, tareas y condiciones propias de la profesión docente. La técnica de exposición será la de individualizar cada uno de los elementos de la parábola del sembrador y darles un tratamiento exhaustivo que ilustre al lector sobre las condiciones reales en que ocurre y podría ocurrir el acto de enseñanza y, desde ahí, el proceso de la relación pedagógica en las actuales condiciones de la cultura y de la institución escolar.
Un primer plan de temas podría ser el siguiente:
1. Sobre el arte y la ciencia de la enseñanza. Antiguos, tradicionales y modernos.
Es un hecho notable que las distintas culturas a través de la historia de la civilización han atribuido al maestro los más variados roles, de acuerdo con su particular idiosicransia. En medio de tal variedad, pueden descubrirse, sin duda, notas y elementos constantes que se combinan de una manera particular para dar imágenes compuestas muy diversas. Hay casos en que el maestro está relacionado con las más altas dignidades, así como culturas en que su rol ha caído a los más bajos escalones del reconocimiento público.
Winfried Böhm ha establecido, mediante riguroso estudio histórico-sociológico, tres “imágenes” representativas de otros tantos enfoques antropológicos que han dominado sucesiva o coincidentemente en la cultura de Occidente y que hoy día se atribuyen el derecho de pautar los derroteros deseables para la pedagogía.
Spranger resuelve lapidariamente la compleja paradoja entre e-ducere e in-signare mediante la siguiente proclama: “La educación, como sabía ya Sócrates, empuja al hombre hacia sí mismo, dándole materia sobre la cual pueda llegar a ser lo que es.” (La educación de la mujer para educadora, p. 79)
2. Los sembradores.
Ningún campesino puede garantizar de antemano el buen suceso de su cultivo. Ninguna ciencia puede anticipar, ni menos aun conjurar, con exactitud los riesgos propios de la vida. Tampoco puede garantizarse un buen suceso continuado y uniforme de los distintos ciclos de cultivo que se emprenden: cada estación trae su peculiar combinación de circunstancias que determinan la suerte única e irrepetible de cada empresa.
Cada sembrador tiene que decidir qué cultivará en su campo. Esta decisión se forma de acuerdo al conocimiento y la inclinación particular del sembrador, por un lado, y a las condiciones concretas del campo, las exigencias del mercado y las disponibilidades efectivas de semilla. Nadie se queda fijo en un solo cultivo porque eso lo llevaría a la decadencia y a la ruina. Y nadie se puede negar a ensayar cultivos nuevos.
Hay distintas clases de sembradores: aquellos que heredaron el campo y las prácticas culturales de sus ancestros; los que tuvieron experiencias infantiles fundacionales que los ataron al campo; los que estudiaron agronomía en las universidades; los que encontraron refugio en el campo.
El buen campesino no es aquel que siembra lo que más plata dé. Es el que siembra lo que quiere y porque quiere. Su satisfacción no está únicamente en el dinero que pueda representar la cosecha, sino en la salud, vigor, productividad y objetividad del cultivo.
3. La producción, cuidado, control e implantación de las semillas
4. El suelo. Plantas y gérmenes silvestres y previas.
Ningún suelo está libre de plantas y gérmenes silvestres que pueden ser más o menos malignas para cada cultivo. No es posible ni deseable un suelo totalmente estéril….
5. El clima y los factores concurrentes. (El agua, la altitud, la temperatura, la iluminación solar, el viento, la lluvia, etc.)
Existe, sin duda, un clima cultural que determina las posibilidades de la enseñanza (el cultivo de ideales) tanto como el clima físico determina las posibilidades efectivas dentro de las cuales puede moverse el campesino para su siembra.
Agua = información que circula
Altitud = distancia de los núcleos urbanos
Temperatura = calor que llega de los puntos de vanguardia
Iluminación solar = ídolos
6. Las prácticas culturales:
preparación, germinación, crecimiento, floración, fructificación, cosecha. Fertilización, nutrición, higiene, control de plagas.
7. Las técnicas y las tecnologías de los cultivos intensivos.
8. Los frutos y la cosecha. IDEALES, FUERZA DE PROGRESO, AUTONOMIA
Hay que advertir que los frutos que cultiva y cosecha el campesino son de muy variadas clases: en primer lugar, los frutos propiamente dichos; pero, por otra parte, lo que importa de muchos cultivos no son sus frutos sino sus raíces, o sus hojas, o sus flores, o, en fin, sus semillas. Y más allá de todos estos fines prácticos de las cosechas, debemos considerar también el cultivo de árboles y bosques por la simple razón de su existencia en sí, es decir, porque ellos forman parte de la misteriosa e insondable cadena de la vida.
En una primera aproximación, puedo pensar que los frutos propiamente dichos equivalen a los aprendizajes específicos que el maestro persigue con su enseñanza. En este caso podremos decir que, además de esos aprendizajes y formando parte indisociable de los mismos, el maestro también persigue la formación de ciertas habilidades y destrezas más o menos especializadas que le servirán al sujeto para su correcta integración en la comunidad y para su eficiente desempeño en los distintos roles que le correspondan a lo largo de la vida.
Ahora bien: los ideales, la fuerza de progreso y la autonomía constituyen, guardando la analogía, los árboles y bosques que se cultivan como un homenaje y un tributo a la cadena de la vida humana. No persiguen ningún fin utilitario y concreto sino que sirven a la vida.
La familia como abono a esa semilla y en sus manos nuestro más preciado retoño…
Ser bosques que sirvan a la vida…