Declaración fundacional del Gimnasio Internacional de Medellín

Por ERNESTO GARCIA POSADA – Fundador

Hemos proclamado, y no por simple efecto publicitario, como compromiso supremo del Gimnasio Internacional de Medellín la divisa «FELICITAS – HUMANITAS- LIBERTAS». Es este el alto designio de los fundadores y el honroso compromiso que nos determina a todos los gimnasianos, ya sean maestros, padres de familia o alumnos.


Pero la libertad ha hecho crisis. Por todas partes en la actualidad sufre los embates de una sociedad que parece de locos. La orgía consumista de la era de postguerra ha dado al traste con los valores más respetables de nuestros ancestros y nos ha dejado huérfanos de ideales. El recio contenido de la libertad se ha vaciado para trocarse por esa simplista carrera por el consumo compulsivo, el dinero y el éxito que caracteriza la ideología neoliberal que nos gobierna.


¿Cómo podremos entender, si no, esa terrible danza de muerte en que se halla envuelta la juventud de nuestra ciudad? Sin duda es esta la señal más descorazonadora de la crisis de la libertad. Una juventud que ha perdido la fe en el futuro a fuerza de renegar de las tradiciones y de todos los valores heredados; a fuerza de ese miope materialismo que domina las mentes y los corazones de todos encadenándolos a la ganancia a corto plazo, el plazo del golpe de suerte o de la combinación mercantil afortunada.


No podemos los gimnasianos permanecer callados, dar la espalda olímpicamente y seguir hablando de libertad como si nada ocurriera a nuestro alrededor. No, nuestra voz ha de resonar nítida en medio de la confusión a fin de iluminar la senda y aclarar el panorama. Desde el momento mismo en que se ingresa en la comunidad del Gimnasio Internacional de Medellín, es un deber constante e insoslayable precisar los principios y adoptar consignas concretas para que la libertad vuelva a brillar en todo su esplendor y sea reina en cada rincón del diario vivir, tanto en el interior de nuestra comunidad educativa como en todas las esferas de proyección del colegio y de cada uno de sus individuos.


En efecto, el verdadero sentido de la libertad se ha perdido en medio de una selva formada por cuatro nociones a cuál más engañosa: se ha creído, en primer lugar, que libertad es un derecho inalienable de cada cual para darle salida a los impulsos, en la medida y en el momento en que aparezcan sin más miramientos que los límites de seguridad que los otros imponen. Se entiende, así, que toda forma de limitar, ordenar o postergar los impulsos constituye una violación de la libertad que sólo es admisible como pacto de no agresión, como contrato entre enemigos para garantizar la supervivencia. Se enseña, entonces, que la libertad de cada cual va hasta donde comienza la del vecino y se admite que los individuos pueden caer en «exceso de libertad» por lo cual hay que establecer normas objetivas a las cuales todos deben someterse.


Un paso más adelante, aparece la idea del consumo como patrón de libertad. Una vez establecidos los inevitables límites para la pura impulsividad, el individuo queda habilitado para consumir todo aquello que alcance en un determinado espacio de movilidad vital que se le asigna. Y es así como nuestra época ha construido un pasmoso sistema de sobreabastecimiento que atrapa al ciudadano en redes a las que se le ha dado el nombre de libre mercado no sin haber sacrificado en su fatuo altar todos los valores de la solidaridad, la discreción y la justicia. Mientras una pequeña cúpula disfruta sin medida las mieles de esa espuria libertad, la inmensa mayoría apenas consigue satisfacer medianamente sus intereses y necesidades más básicas. Y un creciente sector de la población queda totalmente excluido del consumo y limitado a sobrevivir al acecho de cualquier oportunidad aun a despecho de la vida, la propia y la ajena.


Instalados, como estamos, en un mundo en donde la impulsividad y el consumismo han sido elevados a la categoría de libertad hemos agregado todavía otra noción no menos dañina. En lo más recóndito de nuestros corazones nos hemos acostumbrado a confundir libertad con fuerza. Se cree que es más libre quien tenga más poder para evitar o usurpar los límites de la convivencia o, peor aún, para imponer sus propios límites a los demás. El que más armas, o más tecnología de comunicaciones o más influencias tenga, ése es el modelo.


Por último, se acude a una rebeldía superficial y sin objetivos. Obnubilados y decepcionados de todo, los jóvenes tienden a afirmarse en sí mismos por la vía de probar lo prohibido, rechazar lo establecido y escandalizar la cotidianidad. Los comportamientos más descabellados se convierten, entonces, en excitante experiencia presuntamente libertaria.


Por cierto, los impulsos en su primariedad constituyen el arcano inagotable pero siempre ciego de donde cada uno extrae la energía necesaria para el desarrollo de la personalidad. El consumo, todo consumo, hace parte indispensable de la cadena energética de la vida y la fuerza es necesaria para transformar el mundo y crearnos un lugar propio en medio de la sociedad. Desde luego, el progreso no sería concebible si abdicáramos de la rebeldía juvenil. Pero la libertad es mucho más que la reunión de esos cuatro componentes. De hecho, querido jóvenes, nadie va más seguro a la decadencia que aquel que no consigue imponerse a la rebeldía, la fuerza, el consumismo y la impulsividad.


¿Qué es, pues, lo que hace falta? Hace falta el ideal. Sí, señores, el contenido esencial de la libertad no es otro que el ideal, aquella profunda convicción de que el mundo puede y debe ser mejor de lo que es. Convicción de donde tendrá que salir el compromiso personal que orienta la vida y ordena el yo hacia la superioridad y no hacia el simple éxito. Convicción que dará fundamento válido a la responsabilidad en cada paso del diario vivir. Y, en general, a todos los valores espirituales que son los que justifican la vida del hombre.


Hay que corregir la confusión. La libertad no hace mención a los derechos sino a las responsabilidades. Responsabilidades que no pueden reducirse a los simples mandamientos de los códigos, los reglamentos o los manuales de convivencia, sino que hablan de los ideales que cada uno va construyendo en el camino de su propia personalidad y que, en la medida de su profundidad, determinan en concreto cuál es el tamaño de la libertad que cada cual merece. En verdad, la libertad no puede ser otra cosa que saber elegir el deber, ser capaces de ordenar la propia vida según los dictados superiores del deber.


Gimnasianos: la libertad nunca será excesiva. El verdadero peligro es que ella sea débil o muy pobre. Todos y cada uno están en la obligación de cuidar, cultivar y acrecentar esa libertad que sus padres y maestros hemos querido fundar en ustedes acudiendo a los más altos ideales. Permítanme, entonces y para terminar, señalarles algunos secretos claves para no perderse en medio de la selva.


El adocenamiento es el primer obstáculo que hay que salvar. Se trata de esa aterradora capacidad de los medios de propaganda, especialmente los medios electrónicos, para definir, imponer y uniformar sistemáticamente los gustos, los intereses y las mentalidades de los distintos estratos de la sociedad. Cada día los noticieros electrónicos y la prensa comercial van marcando, por ejemplo, los temas sobre los que todos deben pronunciarse, las fuentes a las que deben atender y los criterios de juicio que deben adoptarse. Así mismo, a los jóvenes se les impone la elección de determinadas carreras universitarias, independientemente de gustos o ideales particulares, porque son las que «tienen más futuro». En general, la vida de los individuos se marca por fuerzas ocultas que se imponen a través del llamado mercado libre pero que no son ni neutrales ni idealistas sino muy sesgadas y materialistas. Sólo la templanza ética podrá librarlos de esa terrible cadena del adocenamiento.


Protéjanse siempre contra la debilidad y la tibieza del ánimo, que consisten en contentarse con el primer logro, con aquel que sea más inmediato aunque no sea el más significativo. No desprecien ningún logro, por pequeño que sea, pero guarden siempre la capacidad de aspirar a más, por mucho que sea lo que hayan alcanzado. ¡Uno siempre puede ser mejor de lo que es!


Los ideales no son metas fijas y unilaterales que se forman de una vez y para siempre; al contrario, ellos son fuerzas vivas que se desarrollan en medio de las contradicciones de la vida. Cuídense mucho de no caer, entonces, en la volubilidad que consiste en abandonar los primeros ideales cuando vienen las dificultades o, peor aún, cuando aparecen algunos sofismas que por un momento relucen con gran brillo y desvían nuestras energías hacia objetivos falsos.


Conságrense sin rodeos y sin reservas a los compromisos de cada momento; pero eviten hasta donde puedan la intemperancia que consiste en esa especial incapacidad de los jóvenes y de algunos adultos para esperar su turno. Como enseñaba el sabio emperador romano, tener razón antes de tiempo es una funesta manera de estar equivocado.


Mantengan una constante y rigurosa vigilancia de sí mismos mediante la exploración y contrastación concreta de sus ideales. Quien no es capaz de reconocer las fuerzas vitales que lo agitan, o ignora cuáles sean esas fuerzas profundas, está aquejado de inconciencia y no puede aspirar a ejercer ninguna libertad. Se somete, entonces, al control anónimo de la propaganda o de individuos fuertes que lo sojuzgarán.


Por último, hay que evitar a toda costa la prepotencia insolente que quiere fundar la vida en la fuerza propia como si cada uno de nosotros no se debiera por entero a las tradiciones y realizaciones que nuestros mayores nos han dado en herencia para que, a nuestro turno, también nosotros prolonguemos la sagrada cadena de la vida hasta los más lejanos límites concebibles.