Es sabido que el ser humano es el más desvalido de los individuos al nacer. Ninguna otra criatura depende de sus progenitores tanto ni tan prolongadamente como el hombre. Y esta dependencia no se refiere únicamente al aspecto material de la nutrición y la defensa contra las inclemencias del mundo exterior, sino, en especial, al aspecto espiritual de su identidad y desarrollo. En efecto, en la medida en que el infante humano ya no está gobernado por la ciega fuerza de la dotación instintiva, su destino vital depende de los aprendizajes que logre obtener como producto de su interacción con el núcleo familiar en el que ha nacido. Y posteriormente, cuando alcanza alguna autonomía para emprender su propia forma de vida, más allá de la que le han dado sus padres, dependerá también del aprendizaje que obtenga al ingresar en cada círculo social al que llegue. Es por esta razón que los filósofos y demás pensadores de todos los tiempos han señalado que el hombre sin educación no sería hombre; que la naturaleza animal (instintiva) del hombre jamás explicará su verdadera naturaleza porque ésta se encuentra, más bien, en la identidad que cada cual va configurando en el curso de su educación.

Con razón se ha dicho, y hay que repetirlo siempre, que los padres son los primeros educadores y que la educación no puede restringirse al ámbito puramente formal de la institución escolar. La educación es un proceso universal que acompaña al hombre desde su origen; de hecho, puede creerse que es este uno de los factores constitutivos que determinaron la diferenciación específica frente a los ancestros antropoides. Por su misma universalidad, la educación es un hecho multiforme y omnipresente cuyo contenido principal es la siempre incompleta adaptación del individuo a las condiciones sociales de su existencia, y por esta razón, después de los padres, todos aquellos que por su posición dominante dentro de la estructura social ejerzan influencias significativas en el proceso de adaptación deben considerarse también como educadores. Para el caso de nuestra cultura, los gobernantes, los publicistas, los dueños y directores de los medios de comunicación, los jerarcas eclesiásticos, las empresas dominantes en el mercado, etc., ejercen de hecho una función educativa cuya trascendencia es cada día más visible, aunque no siempre favorable a la libertad y la ética humanista. En este contexto, la influencia educativa de la institución escolar y de los maestros resultan cada vez menos significativa y frecuentemente impertinente por la discrepancia de sus ideales éticos respecto de los valores dominantes en aquellos círculos, así como por el debilitamiento sistemático de sus recursos, sus medios y sus contenidos existenciales.

Sea como fuere, la educación hogareña es la primera educación y sigue siendo la estructura genética de toda educación ulterior. Como hemos dicho en repetidas ocasiones, la familia es el espacio propio del aprendizaje natural, es decir, aquel aprendizaje que cada sujeto obtiene en forma directa como consecuencia de su experiencia de la vida, sin que medie la intencionalidad de un educador que, de ordinario, responderá a sesgos más o menos ajenos al interés concreto del aprendiz. Es justamente en la familia donde el niño aprende, ¡o no!, la voluntad de vivir y progresar, el amor y la confianza en los libros, el deseo de saber, los principios de la rectitud y la generosidad, etc. Antes que conceptos, el aprendizaje natural provee al niño de actitudes, inquietudes vitales, aspiraciones, expectativas acerca del mundo y de sí mismo, fantasías, sueños, ideales… Elementos que constituyen, mediante los sutiles procesos lingüísticos, el contenido inconsciente pero distintivo de aquellos conceptos, principios y teorías que luego vendrán a formar la conciencia y el conocimiento formal de cada sujeto. Dado su carácter absolutamente vivencial y directo, estos aprendizajes naturales no obedecen a la intención conciente de los padres ni de ningún educador primario,  sino a la práctica concreta y real dentro de la cual se desenvuelve la interacción de los agentes educativos hogareños con el niño. Y por eso mismo, ellos son la fuerza configuradora que condiciona el curso que toma la formación y desarrollo total de la conciencia, tanto como la dotación genética de los padres condiciona la formación del cuerpo del hijo.

La institución escolar es un espacio educativo secundario, es decir, que sólo aparece y es posible sobre la base de la educación primera. De hecho, este espacio es muy reciente en la historia de la cultura pues sólo aparece en la era moderna, en coincidencia con la llamada Revolución Industrial del siglo XVI.

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