En último análisis, la educación consiste en la instalación del individuo dentro de un determinado código ético en el cual se condensan, de alguna manera, los intereses y las aspiraciones de la comunidad a la que se pertenece. No existe, por supuesto, un código ético absoluto, inmutable ni universal; por el contrario, cada sujeto está constituido, está habitado por múltiples códigos éticos, no siempre coherentes entre sí, que provienen de las distintas comunidades de pertenencia por las que debe transitar a lo largo de la vida, desde la familia nuclear, que es la más simple y directa, hasta la nación que le da, justamente, la identidad civil.
Y tampoco son estáticos los códigos éticos porque los intereses y aspiraciones comunitarias que los nutren están siempre en movimiento. De hecho, la ética es volátil, contradictoria e incoherente porque depende de la dialéctica del poder y la necesidad que se mueve dentro de cada comunidad dándole vida, identidad y sentido a su propia existencia. Y puesto que la dialéctica del poder y la necesidad comunitaria es un fenómeno espiritual antes que material, la ética es un asunto predominantemente implícito, fuera del control concreto de los individuos y que se desenvuelve por caminos inexorables independientes de la voluntad expresa de los miembros de la comunidad.
A pesar de toda su volatilidad, su incoherencia y sus contradicciones, la ética es, por definición, anterior y superior a todo individuo. Y, en general, puede aceptarse que la ética es opuesta o contraria al interés primario del individuo, el cual responde ciegamente a los impulsos egoístas del principio del placer. Es así como el individuo construye su identidad personal justamente en la tensión constante que media entre su legítimo e irrenunciable interés egoísta y la inapelable fuerza externa del código de ética que lo envuelve y lo hace parte singular de la comunidad. La civilización específica, el estado de derecho y la cultura que rigen la existencia concreta de cada sociedad constituyen el campo concreto en donde se desenvuelve la confrontación práctica entre el código de ética y el interés egoísta de los individuos pertenecientes a la respectiva sociedad.
Ocurre, sin embargo, que las sociedades también pueden disolverse y perder el código de ética que les da su cohesión y vitalidad. Por cierto, este parece ser el problema sustancial de la sociedad colombiana en la actualidad. La soberanía indiscutible del interés común ha sido destituida por la prepotencia de intereses particulares que lograron usurpar la civilización, el estado de derecho y la cultura, dejando en la más inicua orfandad a los ciudadanos, sometidos al salvaje régimen de la ley del más fuerte. Y por medio de un proceso de distribución capilar, típico de la dialéctica sociológica, la falta de un deber superior que integre a los individuos se ha trasladado hasta las células básicas de la vida en común, de tal manera que las familias ya no ejercen soberanía ética sobre sus hijos, etc. Los padres ya no son ley para sus hijos sino que, al contrario, están sometidos a sus despóticos “derechos”.
En la práctica pedagógica, esta disolución ética se convierte en el más arduo de los problemas educativos de la actualidad colombiana y, muy especialmente, antioqueña. Se sabe desde antiguo que la escuela es una comunidad artificial cuya autoridad ética se subroga, se deriva de la autoridad ética de la familia, por un lado, y de la ciudad (o comunidad natural), por el otro lado. Cuando la autoridad de la familia y de la ciudad han entrado en disolución la tarea educativa de la escuela es, en principio, imposible. En efecto, los niños de hoy llegan a la institución escolar armados de caracteres estridentes y esencialmente intolerantes, desprovistos de cualquier experiencia o sentimiento de deber, sobresaturados de derechos; llegan nuestros niños envenenados por una actitud contestaria, incapaz de reconocer obligación alguna, de manera que, cuando el maestro pretende centrar su atención en el deber, en el ideal ético, su esfuerzo pedagógico cae en el vacío absoluto y, más aún, choca contra una infranqueable barrera que tiene en los propios padres sus más aguerridos defensores.
Por su historia y su origen concreto, el Gimnasio Internacional de Medellín es, en su esencia, un proyecto educativo eminentemente ético. Las familias y los maestros que nos hemos congregado aquí reconocemos que existe y debe existir un interés superior que obliga y reúne a todos los individuos bajo una determinada ética. En este sentido, el Gimnasio es una isla privilegiada en medio del desastre ético que sobrecoge a nuestra ciudad y a nuestro país. Pero nuestros niños y adolescentes padecen, de todos modos, el asedio abrumador de la intolerancia, del no futuro, de la irresponsabilidad que reina en el medio social. En el Gimnasio hemos restituido el sano equilibrio entre deberes y derechos; pero es necesario que todos los miembros de la comunidad educativa profundicemos y mantengamos una conciencia vigilante para evitar que nos llegue a invadir la cultura de la intolerancia y la violencia del individualismo salvaje del más fuerte.
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